EN LA
TUMBA DE EVA
Adán: Dondequiera que ella estaba, allí era el Edén
Imaginad un jardín.
Algo perfecto y ancestral.
Algo perfecto y ancestral.
Grandes arroyos se abren paso entre
las montañas, resbalan, se enredan, caen, llegan a lagos transparentes donde
nadan criaturas que son como estrellas en un firmamento líquido. Árboles que
susurran, que no conocen el fuego, que invocan al viento con voz áspera.
Musgos, líquenes, rocas, hojas. Toda clase de animales que no compiten por
vivir.
Es un hermoso jardín.
Imaginad después a un hombre, un
hombre cualquiera. Un hombre callado y tranquilo. Está solo. Mira a su
alrededor y todo le parece nuevo. Nada es gastado, aunque los días sí se agoten
y caigan como las hojas en el otoño. Los días se suceden y son iguales y de
algún extraño modo, diferentes. Calma, placidez. Todo está en armonía con el
Universo. Pero el hombre está solo. Sólo. Sí, están los animales y las plantas
y los árboles y las hojas y el agua de los arroyos, pero está solo. A veces una
brisa cálida le roza las manos, pero está solo.
Ahora imaginad que un día, en aquel
maravilloso jardín, aparece una misteriosa criatura que se empeña en poner
nombre a todo aquello que encuentra en su camino. Un ser diferente al hombre, a
los peces, a las plantas, al dodo. Una inquieta criatura que necesita
comprender y compartir todo lo que ve. Ella es una mujer y Adán nunca más
volverá a saber qué es la soledad.
Adán y Eva se encuentran, pero al
principio no se reconocen, les es difícil estar juntos. Son dos seres
diferentes, aunque complementarios. Ellos aún no lo saben y se esfuerzan en
mantener y potenciar sus disparidades en vez de acercarse el uno al otro. Pero es
que acercarse a otro ser humano no es sencillo, implica estar dispuesto a asumir
cierta dosis de sufrimiento, porque es en el descubrimiento del otro, donde nos
descubrimos a nosotros mismos con nuestras sombras y nuestros abismos.
Tal como lo cuenta Mark Twain en el
sorprendente “Diario de Adán y Eva”, la
tarea no está exenta de peligros. Los hombres y las mujeres vemos la vida de
manera diferente, pero nos necesitamos.
Adán y Eva fueron expulsados del
jardín, pero descubrieron que tenían un paraíso aún mejor:
“Cuando pienso en el pasado, el Jardín me
parece un sueño. Era hermoso, de una hermosura insuperable, encantadora; y
ahora se ha perdido y no lo veré nunca más. He perdido el Jardín, pero lo he
encontrado a él, y soy feliz”
Sí, los seres humanos hemos perdido
el jardín, pero el secreto es que el jardín sigue intacto en nosotros. Es un
edén que sólo aparece cuando nos enamoramos y que desaparece con el aliento del
último beso en la despedida.
Nosotros, criaturas misteriosas, necesitamos amar. De seguir viviendo en
aquel paraíso no nos bastarían los arroyos, ni los árboles, ni las montañas, ni
siquiera todas las estrellas del cielo del jardín del edén, si el precio fuera
estar solos.
Narciso ya lo sufrió en sus propias carnes cuando, Némesis,
la diosa de la venganza, hizo que se enamorara de su propia imagen reflejada en
un río. En una contemplación absorta, incapaz de apartarse de su espejo, acabó
arrojándose a las aguas.
Quizá viera en aquel destello irreal el paraíso perdido. Es sólo cuando
nos vemos reflejados en los ojos del otro, cuando recuperamos la certeza de que
el paraíso habita en nosotros.
En el fondo, como ya anunciara el inmortal autor de “El Principito” somos
seres indefensos expulsados de un país, de un jardín, que es nuestra infancia.
Un lugar puro e inocente donde todo era más sencillo que en el impenetrable
mundo de los adultos.
La única forma de regresar a ese paraíso, es a través del amor, o por lo
menos a través del consuelo que proporciona la eterna espera del amado o la
amada.
Sí, definitivamente hemos perdido el jardín, pero tenemos al otro.
Tras mucho pensarlo, al fin Zeus tuvo
una idea y dijo: "Me parece que tengo una estratagema para que continúe
habiendo hombres y dejen de ser insolentes. Ahora mismo voy a cortarlos en dos
a cada uno, y así serán al mismo tiempo más débiles y más útiles para nosotros,
al haber aumentado su número.
Así pues, una vez que la naturaleza
de este ser quedó cortada en dos, cada parte echaba de menos a su mitad, y se
reunía con ella, se rodeaban con sus brazos, se abrazaban la una a la otra,
anhelando ser una sola naturaleza..."
La otredad impulsa a los seres humanos a lanzarse a la conquista de lo
perdido, de la mitad que les fue arrebatada. Les empuja a buscar el complemento
del que fueron separados.
Así, el hombre se une a la mujer, su otra mitad, la única que lo completa
y que, al devolverle la perfección que la voluntad divina alteró, le permite el
regreso a la unidad, a la reconciliación.
De forma inconsciente los hombres regresan al instante en el que ellos y
su apariencia formaron un todo sólido: al momento en el que el hombre vivió en
armonía con el universo, como en la infancia.
Todos a veces hemos tenido ese sueño: completarnos en el otro y poder
regresar al jardín. Vivir, soñar, querer...
Pero mientras tanto, sobrevivimos en este mundo hostil donde lo único que
nos salva es el espejismo del afecto y escribimos en nuestro corazón páginas de
amor y de ausencias.
Al final, la felicidad consiste en evitar la expulsión del jardín de la infancia, pero usando una invitación al mundo exterior donde están las obligaciones. Eso sí, dejando siempre un pie dentro del jardín para disfrutar cada momento. Gracias Paloma.
ResponderEliminarGracias Paloma. Amar es lo más cercano a sentirse Adán y Eva a la vez.
ResponderEliminarGracias a los que leéis, sentís y amáis...
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